lunes, 22 de enero de 2018

La vida del músico

Diego se echó la guitarra al hombro y cargó una mochila con una muda, dinero y algo de comida a su espalda. No sentía el peso de sus pertenencias, tan acostumbrado estaba a llevarlas. Su vida era así.
Cogió el primer tren sin mirar el destino. Se bajó y disfrutó del placer de estar en una ciudad donde nadie lo conocía. Paseó por esas calles estrechas por el casco antiguo. El aire congelado golpeaba su cara y le despeinaba la barba. En algún punto de la calle paró y bajó el estuche. Se sentó en un banco solitario con una pierna debajo de la otra y sacó la guitarra del estuche. Tocó unos acordes para afinarla y cerró los ojos. Sus dedos volaban por las cuerdas y se perdían en los acordes. La música era como una mujer besando sus mejillas rojas por el frío, como un buen enigma que se resolvía poco a poco, como una serie de normas matemáticas que forman una formula perfecta en sí misma. La música era el calor de la chimenea en invierno, un abrazo con amor, una mirada de complicidad... todo eso decía su música. Al menos, todo eso sentía Diego.
Cuando paró de tocar la melodía escuchó unos aplausos. Levantó la vista y encontró un corro de personas a su alrededor muy atentas a sus movimientos. Diego, que nunca decepciona a un público curioso, volvió a subir las manos por el mástil.
Ya era bien entrada la tarde cuando volvió a la estación y encontró un billete a casa. Subió al tren con menos peso que esta mañana tanto en su mochila como en su corazón. Llegó de noche y caminó a su casa. Por el camino le pararon muchas veces, demasiadas. Pero él se sentía ligero, como andar sobre nubes. Se dejó caer en la cama, su guitarra descansaba apoyada en el armario. Se fijó en la hora de su reloj y recordó que mañana madrugaba. Cerró los ojos y cayó en un sueño profundo donde una mujer le besaba las yemas de los dedos.

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